jueves, 18 de febrero de 2010

25. Acá estamos de nuevo.

La vida gira muy rápido. Hoy estamos aquí, pero mañana no sabemos dónde estaremos. Debido a que se nos presentó otra oportunidad para trabajar con el BID, acá estamos de nuevo, forasteros en tierras lejanas.

A pesar que la semana pasada había caído una de las peores tormentas de nieve desde que se tienen registros, no tuvimos ningún contratiempo en nuestro vuelo a Washington DC. La aerolínea cumplió el itinerario a la perfección y Matías le cayó tan bien al agente de migración que solo nos retuvo en lo que duró sellando los pasaportes. Finalmente, la familia que tenemos en DC estaba esperándonos en el aeropuerto para darnos un caluroso recibimiento. Que bendición es ser recibido por personas tan especiales como la familia Bejarano-Alfaro, que tan cariñosamente siempre nos han abierto las puertas de su corazón y de su casa para darnos refugio.

Es increíble la cantidad de nieve acumulada en todo lado, hay que verlo para creerlo. Muchos de nosotros, que procedemos de países tropicales, soñamos con tener la oportunidad de ver nevar y jugar en la nieve; sin embargo, los efectos posteriores no son nada agradables. Las calles se vuelven intransitables y muy peligrosas, el manto blanco de nieve se transforma a los días en montañas de hielo veteado, blanco y café, por la suciedad que se forma con el tránsito vehicular. Además, la sal utilizada para derretir la nieve acumulada en las calles y en los accesos a las casas y edificios, se convierte en una molestia para los que no soportamos los zapatos blancos, así como un accesorio poco decorativo y recomendado para la pintura de los vehículos.

En ese contexto, me toco “volar pala” para poder rescatar mis bienes de la bodega donde los dejamos a resguardo. Sucede que las cuadrillas del condado limpiaron el acceso al complejo de bodegas, pero la nieve se acumuló junto a la cortina metálica de la bóveda, por lo que tuve que ingeniármelas para abrirle paso a nuestro vehículo, que estaba dentro de la bodega, con lo único que tenía a mano: una pala para recoger basura doméstica. Por lo menos el automóvil encendió “al toque” y el trillo que hice sirvió para desalojarlo de esa gélida cripta de metal.

Esta vez con vehículo, fue más sencillo buscar apartamento. Visitamos 7 lugares en un solo día y nos decidimos por un apartamento en Germantown, Maryland, a 20 minutos más al norte de donde residíamos anteriormente. El lunes pasado (15 feb), nos entregaron el apartamento al filo de la noche, por lo que nos pasamos con lo básico. El fin de semana esperamos desalojar la bodega y acomodarnos mejor, dado que por el momento la sala es un “campo minado” de cajas de cartón.

Ahora estamos más cerca de Gaby y tía Lilly y prácticamente tardo lo mismo viajando a D.C. A unas cuadras del apartamento se ubica una estación de tren que brinda servicio entre Virginia del Oeste y Washington D.C., así que ahora cambié las líneas subterráneas del Metro, por los rieles a ras del suelo del MARC.

Por eso, en mi primer viaje al trabajo me transporté más de tres décadas en el pasado, cuando junto a mi abuelo viajábamos un fin de semana en tren. No recuerdo si ya lo había comentado, pero mi abuelo materno trabajó para el tren al Atlántico, desempeñando puestos tan humildes como el de asistente de carbonero, por lo que en el ocaso de su vida nos llevó varias veces a recorrer los trayectos ferroviarios ticos. Aunque los vagones son más modernos, el característico silbido del tren es el mismo 30 años después, así que al oírlo acercarse a la estación me transformé en el niño que comía de los gallos que el abuelo compraba en cada estación y nos pasaba por la ventana, aquel pequeño que sufría cuando el tren reiniciaba su marcha y el abuelo todavía se encontraba en el andén, para luego subirse en el último vagón y darnos un susto.

Solo estoy esperando que el clima mejore, para poder llevar a Matías a su primer paseo en ferrocarril y continuar el viaje que mi abuelo empezó.